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domingo, 26 de junio de 2016

Diagnósticos médicos e inclusión educativa


En el trabajo en inclusión educativa, muchas veces se acude a los diagnósticos, tomándolos como verdades absolutas que marcan ficticiamente cómo transitar por un camino, cuando en realidad solo muestra una orientación hacia una vía que hay que construir entre todos. El presente trabajo intenta convocar a la reflexión sobre las prácticas docentes desde una mirada que permita pensar en procesos escolares inclusivos libres de etiquetas, rótulos y prejuicios.






Por Liliana Kinderknecht

* Liliana Kinderknecht es psicopedagoga. Especialista docente de nivel superior en inclusión educativa. Disertante sobre temáticas de inclusión en diferentes instituciones educativas y centros terapéuticos de la Ciudad de Buenos Aires. Coordinadora en área de integración escolar (Asociación Civil Construyendo por la integración). Contacto: lilianakinder@hotmail.com




A través de mi rol como coordinadora de integraciones escolares, he podido observar en entrevistas con docentes y numerosos proyectos Pedagógicos Individuales una preocupante tendencia a definir al alumno con discapacidad según su diagnóstico médico, sin tener presentes las subjetividades y características particulares del niño.

A modo de ejemplo expondré recortes de proyectos pedagógicos individuales de dos niños con diagnóstico de Asperger que asisten a salita de 5 años en escuelas de gestión privada de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y transcribiré algunas de las características establecidas por el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM IV). Esto nos permitirá comparar lo expresado en los PPI con los criterios del manual (ver cuadro que ilustra este artículo).
Pareciera que en los proyectos de Rafael y Francisco solo se hace referencia al Síndrome de Asperger, sin que nada se sepa de lo que en realidad le pasa a cada niño haciéndose visible a través de un diagnóstico.
Es importante reflejar aquí algunas frases dichas por las maestras de las salas respecto a ambos alumnos.
Nadia (maestra de Francisco): “…Nosotros a Fran no le pedimos que nos mire cuando le hablamos o mire a la pizarra, porque sabemos que él no puede establecer contacto visual…”.
Karina (maestra de Rafael): “…El lunes cuando Rafael ‘se brotó’ porque cambiamos de sala, le pedimos a la maestra integradora que se quede con él en la salita vieja… Nosotros ya sabemos que los nenes con Asperger se brotan cuando se cambia una rutina…”.
Otras frases manifestadas por las docentes, acerca de su rol. “…No sé qué se hace con un Asperger”. “…No estudié educación especial; soy maestra de ‘normales’”. “Quiero ayudarlo pero no sé cómo...”. Por su parte, la profesional de apoyo manifiesta: “a veces no sé cuándo intervenir en el aula”. “Yo con los ADHD la tengo más clara…”. “Ya buscamos info en una página de internet donde nos decía cómo intervenir…”, etc.

Diagnósticos y recetas
Podemos observar cómo muchas veces, a modo de receta, se imprimen características desde las cuales se establecen modos de intervención basados en su “supuesto” nivel de desempeño o en un diagnóstico presuntivo. Esta situación invita a pensar en lo que sucede cuando tenemos una receta en nuestras manos y queremos obtener un resultado. ¿Qué hacemos? Leemos la receta, preparamos los elementos a utilizar y seguimos anticipándonos, con todas las garantías de que lograremos el fin propuesto.
Ahora bien, ¿qué pasa cuando a pesar de haber usado todos los ingredientes y seguido el procedimiento dado, resulta que no logramos el fin deseado?
Estas “recetas” en el contexto de un proyecto inclusivo parecieran dejar de lado al niño como sujeto, incidiendo no solo en su presente sino en el futuro, en lo que se espera de él, en el modo en que se lo mira, se lo trata y se lo nombra, al mismo tiempo que produce malestar en quienes apostaron a cumplir con lo plasmado en cada proyecto individual sin obtener los resultados esperados.
Gisela Untoiglich, en su libro “Los diagnósticos en la infancia se escriben con lápiz”, refiere que: “Los diagnósticos tendrían que funcionar como brújulas orientadoras para los profesionales, tomando en cuenta que se construyen en un devenir que va modificándose, ya que tanto el proceso de maduración propio del crecimiento como el trabajo mismo que el profesional va realizando con el niño, su familia y la escuela van cambiando las condiciones, lo cual podrá posibilitar cambios fundantes en esa subjetividad en ciernes”.1
Esto no solo entendido desde la labor de profesionales de la salud, sino también de la educación. La autora2 refiere además que las hipótesis diagnósticas son importantes, pero que debemos dejarnos sorprender más allá de lo que vemos.

Rol docente
Se observa por un lado que algunas docentes de sala suelen sentirse inseguras, destacando un desconocimiento por falta de formación en educación especial y manifestando dificultades para poder determinar cuál es su rol frente al alumno “integrado”. Por su parte, la profesional de apoyo pareciera desconocer su rol en el contexto áulico. Vuelve a aparecer aquí el diagnóstico como condición para el tipo de intervención y acompañamiento.
Basándonos en la circular técnica para nivel inicial (aplicación de la disposición 25/2011 - DGEGP3), el profesional responsable de la tarea educativa es el maestro de sala (posea o no formación en educación especial). Sin desconocer los invalorables aportes que las especialidades pueden brindar a la escuela, el profesional responsable de la tarea educativa es el maestro. El docente integrador externo debe coo-perar con el docente a cargo de la sala, a fines de favorecer el aprendizaje de los alumnos integrados 4. Se trata de un compromiso y una construcción de saberes mutuos.
Por otro lado, según lo expresa el artículo 5 de la disposición anteriormente mencionada, los Institutos Educativos de Gestión Privada deben presentar al 30 de abril de cada año el Proyecto Pedagógico Individual de los alumnos con discapacidad. En una búsqueda de respuestas rápidas y de cumplimientos con los requerimientos normativos, muchos profesionales de apoyo junto al equipo de seguimiento y el equipo escolar recurren a diagnósticos, certificados de discapacidad, redes sociales y buscadores de internet, intentando encontrar información que les permita conocer al niño, sus características y sus modo de aprender. El problemas es que al obtener la información contenida en la etiqueta se cree de manera errónea que se sabe todo sobre aquel que la posee y se confeccionan estrategias de intervención que quedarán escritas en su proyecto de integración como una verdad irrefutable, dejando por fuera al niño como sujeto.
Se considera necesario citar a Schörn5, quien, refiriéndose a la praxis docente, reconoce que la misma se caracteriza por la incertidumbre, la complejidad, la inestabilidad, la singularidad y el conflicto de valores y propone entender la profesión como una actividad reflexiva y artística en la cual, si bien se incluyen algunas aplicaciones técnicas, gran parte de la profesionalidad del docente y de su éxito depende de su habilidad para manejar la complejidad y resolver problemas prácticos del aula escolar. El docente debería ser capaz de cuestionar sus propias creencias proponiendo alternativas y siendo partícipe en la reconstrucción permanente de la realidad escolar.
En este contexto, ninguna institución educativa debería pensarse como No inclusiva. Ahora bien, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de inclusión?
Para definir Inclusión se tomará aquí el concepto del “Índice de inclusión”6, que define la misma como un conjunto de procesos inacabados en constantes desarrollos orientados a eliminar o minimizar las barreras que limitan el aprendizaje y la participación de todo el alumnado. Por consiguiente, la educación inclusiva implica un proceso que no se centra en los diagnósticos de los niños con discapacidad, exigiendo transformaciones superficiales, sino que está centrada en el contexto implicando una restructuración cultural, política y de las prácticas educativas.

Conclusión
A modo de conclusión y teniendo en cuenta lo observado en los proyectos pedagógicos individuales y lo escuchado por parte de las docentes de las salas, pareciera que en un afán por cumplir con “la norma” muchas veces se acude a los diagnósticos, tomándolos como verdades absolutas que marcan ficticiamente cómo transitar por un camino, cuando en realidad solo muestran una orientación hacia una vía que hay que construir entre todos.
Como se expresó en el presente trabajo, la inclusión es un proceso que tiende a minimizar las barreras. Ante esto, debemos pensar si al nombrar al niño bajo un rótulo no las estamos acentuando; si al dejarlo en el aula mientras sus compañeros comparten actividades en otro salón o al no permitirle participar de una actividad suponiendo que “no establece contacto visual” o “no puede”, realmente lo que estamos haciendo no es otra cosa que excluirlo bajo una mirada clasificatoria y colmada de prejuicios que dejan al niño inhabilitado como sujeto.
Será necesario entonces poner en marcha lo no disponible, lo que no se puede anticipar acabadamente, reconociendo nuestras limitaciones y permitiéndonos a su vez sorprendernos en el andar.

Caminante no hay camino,
se hace camino al andar…
Antonio Machado