Un nuevo estudio realizado por investigadores de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Harvard vuelve a traer a escena la vinculación de pesticidas y otros productos químicos como responsables directos del aumento de casos de discapacidades del desarrollo neurológico. La exposición a sustancias neurotóxicas podría estar provocando un creciente número de casos de autismo, trastorno de déficit de atención e hiperactividad, dislexia y otros trastornos.
Investigaciones de este tipo, realizadas en ámbitos académicos y científicos de gran prestigio, brindan un fuerte respaldo a las diferentes luchas, como la vivida en la localidad cordobesa de Malvinas Argentinas contra la radicación de una planta de la empresa agroquímica Monsanto, por la regulación y prohibición del uso de sustancias químicas generadoras de enfermedad, discapacidad y muerte, además del posible daño ambiental.
Una neurotoxina es cualquier sustancia que posea la capacidad de dañar o destruir tejidos del sistema nervioso, pudiendo tratarse de agentes químicos o agentes biológicos. La acción de las neurotoxinas puede ser directa, al lesionar o destruir los neurotransmisores, o indirecta, producidas por la iniciación de una respuesta inmunológica. Además, las neurotoxinas pueden afectar al organismo de forma sistémica o localmente.
Muchas toxinas alteran el equilibrio químico y el funcionamiento de las células nerviosas sin llegar a la destrucción de su arquitectura. Algunas de estas sustancias causan problemas principalmente en el sistema nervioso central (SNC), como el bromo, y otras en el sistema nervioso periférico (SNP), como es el caso del botulismo.
Pero también existe otra clase de neurotoxinas que en realidad degenera la estructura de las células nerviosas. Este daño puede ocurrir en el SNC (como el provocado por el mercurio) o en los nervios periféricos (monómero de acrilamida). Sin embargo, rara vez las neurotoxinas destruyen grandes áreas de actividad del sistema nervioso. La mayoría de los productos químicos que provocan daños estructurales en el sistema nervioso producen un patrón consistente de la enfermedad que se ajusta a la dosis y la duración de la exposición.
Una persona puede desarrollar diferentes enfermedades neurotóxicas frente a un mismo producto químico, dependiendo el grado y tiempo de exposición. Incluso algunas sustancias producen múltiples enfermedades luego de una prolongada exposición, por ejemplo, el contacto con algunos organofosforados puede producir una parálisis repentina (a veces mortal) al inhibir la acción de la acetilcolinesterasa y, dos semanas más tarde, una neuropatía periférica.
Uno de los aspectos más dramáticos de los agentes tóxicos ambientales es que no es posible predecir con fiabilidad el potencial neurotóxico de una sustancia a partir de su fórmula química. Las sustancias con estructuras químicas similares pueden tener diferentes efectos sobre nuestro sistema nervioso. Muchas veces el fracaso para detectar la toxicidad en laboratorios se debe a que los experimentos no se realizaron con la dosis y la exposición adecuada, o es debido a las diferencias biológicas entre los seres humanos y los animales de laboratorio.
Y para complicar más las cosas, un producto químico sin efectos neurotóxicos conocidos puede mejorar o deprimir la toxicidad de un agente neurotóxico. Este fenómeno quedó ejemplificado a partir del caso de personas adictas a inhalar disolventes en Berlín. El disolvente utilizado como droga originalmente contenía la potente neurotoxina n-Hexano, pero a un nivel inofensivo. De todos modos, el fabricante reformuló el disolvente y le introdujo otro producto químico no neurotóxico: metil-etil-cetona, y redujo la cantidad de n-Hexano adicional. Pero varios de los habituales consumidores que inhalaron este producto desarrollaron luego una neuropatía severa. Posteriores estudios con animales revelaron que mientras que la metil-etil-cetona no era en sí la causa de la neuropatía, provocó que el n-Hexano se tornara más tóxico.
Se han documentado diversos trastornos asociados con la exposición a sustancias neurotóxicas que incluyen deterioro cognitivo, deficiente regulación de las respuestas emocionales, problemas de conducta, déficit de atención y trastornos de hiperactividad, depresión, ansiedad, pérdida de memoria, pérdida de la coordinación física, autismo y un mayor riesgo de enfermedades neurodegenerativas como el Parkinson y la enfermedad de Alzheimer.
Pero, sin dudas, el grupo de sustancias más cuestionadas pertenece a los agroquímicos utilizados por la agricultura industrial.
El Dr. Jorge Kaczewer, autor del libro “La amenaza transgénica” y co-autor con Jorge Eduardo Rulli de "Pueblos fumigados", apoya los estudios que denuncian una posible relación entre la exposición crónica a agroquímicos y la creciente prevalencia en Occidente de trastorno de hiperactividad y déficit atencional, autismo, problemas del comportamiento y el neuro-desarrollo asociados. “Los adelantos científicos en la investigación de las consecuencias de intoxicaciones crónicas comienzan a brindar un nivel de información hasta hace poco inconcebible, sobre todo respecto a nuestra capacidad de evidenciar la exposición. Los avances en el equipamiento analítico de laboratorio y en los procedimientos de investigación han facilitado la detección de concentraciones muy bajas de pesticidas y sus metabolitos en casi todo tipo de tejido humano. De detectar rutinariamente partes por millón (miligramos por kilogramo) y más recientemente hasta tan poco como partes por trillón (pico gramos por kilogramo), ahora algunos laboratorios pueden medir concentraciones de hasta partes por quintillón (femtogramos por kilogramo). El desarrollo de métodos no invasivos de obtención de muestras, tales como la detección de pesticidas y sus metabolitos en orina, posibilitó el monitoreo de exposición pesticida en infantes y niños. Hoy podemos afirmar con suma certeza que todo niño en el planeta está expuesto a pesticidas desde la concepción, a lo largo de su gestación y hasta la lactancia sin importar cuál fue su lugar de nacimiento”, asegura Kaczewer. A estos trastornos se suman malformaciones congénitas, malformaciones del sistema nervioso central (mioelomelingocele), abortos espontáneos, cáncer, y un sinfín de enfermedades.
Ante un panorama tan sombrío, y aún desconociendo los efectos a largo plazo de miles de sustancias químicas a las que estamos expuestos cotidianamente y que quizás se manifiesten dentro de varias décadas, científicos de todo el mundo, unidos por una misma concepción ética y humanitaria, luchan contra reloj por determinar el impacto de estos agentes en nuestra salud y el modo de prevenir estos estragos.
¿Cómo pueden dañar el sistema nervioso?
Para comprender en qué medida determinados productos químicos pueden afectar el sistema nervioso y el desarrollo de las neuronas necesitamos tener en cuenta que el desarrollo saludable y la función a largo plazo del sistema nervioso se rigen por una amplia gama de factores fisiológicos. Y que los productos químicos que poseen efectos neurotóxicos pueden interferir en forma directa e indirecta con estos procesos.
Por ejemplo, en el desarrollo del feto algunos productos químicos pueden evitar que las células del cerebro formen los puntos de contacto entre sí para comunicarse de manera efectiva. Otros productos químicos pueden impactar directamente sobre el coeficiente intelectual y provocar problemas de conducta mediante la alteración de los niveles de hormonas que son vitales para el correcto desarrollo del sistema nervioso fetal. En este sentido, los disruptores endocrinos que tienen como objetivo la regulación del sistema tiroideo son de particular interés para los investigadores.
Además, se ha observado que determinadas sustancias agroquímicas han causado desequilibrio hormonal en niños y daños directamente sobre el ADN.
El Dr. Medardo Avila Vázquez, médico Pediatra y Neonatólogo titular de la red de Médicos de Pueblos fumigados y querellante en el Juicio de Barrio Ituzaingó, asegura que sobran evidencias acerca del daño provocado al ADN animal y humano por las sustancias agrotóxicas. “Las manifestaciones clínicas que los médicos de pueblos fumigados observamos en nuestros pacientes encuentran su causalidad biológica en los resultados de investigaciones científicas en modelos experimentales con diversos plaguicidas, incluyendo glifosato. Así, por caso, investigaciones de nuestros científicos demuestran de qué manera el glifosato actúa en el desarrollo embrionario produciendo malformaciones (Carrasco 2010), y cómo este veneno genera daño a las moléculas de ADN del núcleo celular, promoviendo líneas celulares mutantes que ocasionarán cáncer, si no logran ser eliminadas por el individuo (Alassia 2011, Simoniello 2010). También, numerosas publicaciones científicas en todo el mundo demuestran cómo la exposición a agrotóxicos aumenta notablemente las tasas de malformaciones, abortos, cáncer y trastornos hormonales en las personas sometidas a fumigaciones reiteradas”.
Muchas de estas sustancias, prohibidas en diversos países, aún siguen utilizándose en Argentina por falta de control y regulación por parte del Estado. “Los pesticidas derivan de los gases neurotóxicos desarrollados en la Segunda Guerra Mundial con el objetivo de paralizar a los enemigos. El DDT es el insecticida más famoso del mundo porque creó la “revolución verde”: se suponía que con este agroquímico se iba a poder producir de manera exponencial y solucionar los problemas de hambre en el mundo. Tan exitoso fue que, al doctor Paul Müller, su creador, le dieron el Premio Nobel en 1948. Tiempo después, se demostró que es sumamente tóxico y persistente, y se erradicó de todos lados”, comenta Ávila Vázquez.
En los adultos, los productos químicos y los contaminantes pueden acelerar la velocidad de degradación y muerte de las células nerviosas del cerebro por el aumento de estrés oxidativo en el cuerpo. Esto se cree que aumenta el riesgo de Parkinson y el Alzheimer, enfermedades, trastornos bipolares y el síndrome de fatiga crónica.
En los últimos años al menos 200 productos químicos han sido identificados como potencialmente neurotóxicos en los seres humanos y más de 1000 han demostrado ser neurotóxicos en animales. El nuevo estudio realizado en Harvard ha extendido el detalle de sustancias peligrosas y reabre el debate sobre su incidencia en la “pandemia” de autismo y trastornos de conducta y aprendizaje.
Nuevas evidencias
En un informe publicado recientemente en la revista Lancet Neurology, los investigadores de la Escuela de Salud Pública de Harvard y de la Escuela de Medicina de Icahn en el Monte Sinaí advierten sobre lo que ellos llaman una “pandemia silenciosa” relacionada con la escasa regulación de los productos químicos.
Para los científicos implicados en el estudio, la exposición a sustancias tóxicas podría estar provocando el creciente número de casos de autismo, trastorno de hiperactividad y déficit de atención, dislexia y otros trastornos, vinculando directamente a los pesticidas clorpirifos, el DDT y otros productos químicos con el aumento en los casos de discapacidad del desarrollo neurológico.
“Los trastornos del desarrollo neuroconductual afectan a un 10-15% de todos los nacimientos, y las tasas de prevalencia de espectro autista, el desorden de déficit de atención e hiperactividad parecen ir en aumento en todo el mundo. Los deterioros subclínicos en la función del cerebro son incluso más comunes que estos trastornos del desarrollo neuroconductuales. Todas estas discapacidades pueden tener consecuencias severas, ya que disminuyen la calidad de vida, reducen el rendimiento académico, y perturban el comportamiento, con profundas consecuencias para el bienestar y la productividad de toda la sociedad. Las causas fundamentales de la actual pandemia mundial de trastornos del desarrollo neurológico son sólo parcialmente entendidas. Aunque los factores genéticos tienen un papel importante, no pueden explicar los recientes aumentos en la prevalencia reportada, y ninguno de los genes descubiertos hasta ahora parece ser responsable de más de una pequeña proporción de casos. En general, los factores genéticos parecen dar cuenta de no más de quizá el 30-40% de todos los casos de trastornos del neurodesarrollo. Así, las exposiciones ambientales no genéticas están implicadas en la causalidad, en algunos casos, probablemente por interactuar con predisposiciones genéticamente heredadas”, explican Philippe Grandjean y Philip J. Landrigan, principales autores del estudio.
“Existe una fuerte evidencia de que los químicos industriales ampliamente difundidos en el medio ambiente son importantes contribuyentes a lo que hemos llamado una pandemia silenciosa y global de toxicidad en el neurodesarrollo. El desarrollo del cerebro humano es especialmente vulnerable a la exposición de productos químicos tóxicos, y las principales ventanas de vulnerabilidad del desarrollo ocurren en el útero y durante la infancia temprana. Durante estas sensibles etapas de la vida, las sustancias químicas pueden causar daño cerebral permanente en bajos niveles de exposición, aunque tendrían pocos o ningún efecto adverso en un adulto”, advierten.
La presente revisión es una actualización de un estudio previo realizado por uno de los investigadores en 2006, y donde había destacado cinco productos químicos como los más dañinos, al causar déficits cerebrales: plomo, metilmercurio, arsénico, bifenilos policlorados y tolueno.
El presente informe suma a esa lista otros seis productos químicos: manganeso, fluoruro, los pesticidas clorpirifos, el DDT, un disolvente de uso frecuente en la limpieza en seco llamado tetracloroetileno y los retardantes de llama PBDE.
Entrando en detalle, los investigadores denunciaron que el manganeso está vinculado a una disminución del funcionamiento intelectual y alteración en las habilidades motoras, mientras que solventes como el tetracloroetileno pueden provocar hiperactividad y temperamento agresivo, mientras que diversos pesticidas pueden contribuir en generar retrasos cognitivos.
"De los miles de productos químicos disponibles en comercios, menos de la mitad han sido sometidos a pruebas de laboratorio, incluso para medir su nivel de toxicidad... y el 80% no tiene información sobre la toxicidad en las etapas de desarrollo. Incluso con tan pocas pruebas, se sabe que al menos 201 sustancias químicas son tóxicas para el desarrollo del cerebro humano. Pero el número de productos químicos que se ha demostrado que causan neurotoxicidad en estudios de laboratorio probablemente excede los 1000", advirtieron los investigadores.
Aunque el informe encontró resistencia y fuertes críticas por parte de la industria química, sus análisis se basan en probadas investigaciones llevadas a cabo en las más prestigiosas universidades y laboratorios del mundo, y disparan una alarma sobre la falta de conocimiento acerca de cómo las sustancias químicas que utilizamos diariamente pueden llegar a influir en un cerebro en desarrollo.
Autismo
El posible vínculo entre autismo y las sustancias químicas ambientales viene siendo estudiado desde hace ya varios años. Aunque se trata de una teoría aún resistida, no son pocos los investigadores que advierten sobre este relacionamiento.
Muchos estudios han demostrado que no se puede explicar la creciente incidencia del autismo debido a los cambios en los métodos de diagnóstico, ni por el pequeño porcentaje de casos de ASD atribuidos a los genes heredados, ya que nuestros genes no cambian drásticamente en el lapso de unas pocas décadas.
Lo que sí ha cambiado drásticamente es la creciente exposición humana a sustancias químicas tóxicas y metales pesados en el medio ambiente.
Landrigan y Grandjean aseguran que los niños están expuestos a cerca de 3.000 productos químicos que se encuentran en productos de cuidado personal, materiales de construcción, productos de limpieza y combustibles, sin embargo, menos del 20 por ciento de estos productos químicos se han probado a fondo para saber si dañan el cerebro en desarrollo. "Hemos creado una situación en la que estamos exponiendo a nuestros hijos y nietos todos los días a los nuevos productos químicos que no existían hasta hace poco", opina Landrigan.
En relación a la exposición ambiental, gran parte de la atención pública y especializada se ha centrado en las últimas décadas a analizar los posibles vínculos entre las vacunas y el autismo. Pero Landrigan sostiene que hay que seguir adelante y ver más allá. “Ha habido una docena de estudios epidemiológicos bien realizados que no han podido detectar una conexión entre las vacunas y el autismo. Así que creo es prioridad de investigación mirar hacia otros peligros”.
Los productos químicos sospechados de dañar el cerebro y ocasionar rasgos autistas incluyen los ftalatos (compuestos químicos con petróleo de amplia duración utilizados para mejorar o aumentar la flexibilidad y durabilidad de los plásticos; uno de sus usos más comunes es la conversión de plásticos duros a plásticos flexibles y se utilizan mucho en la fórmula de cosméticos y productos de belleza e higiene personal para que la fragancia quede impregnada en los productos), bisfenol A (que se encuentra en los revestimientos de las latas de alimentos), los retardantes de llama bromados (presentes en las viejas computadoras, televisores y relleno de espuma), disolventes clorados (utilizados en la industria), el plaguicida DDT y los pesticidas organofosforados.
Según Landrigan, otra línea de evidencia de un vínculo entre los productos químicos ambientales y el trastorno del espectro autista proviene de productos químicos tomados durante el embarazo, incluyendo la talidomida, el ácido valproico (medicamento anticonvulsivo), y la droga misoprostol. También se ha encontrado un vínculo entre la exposición prenatal a los clorpirifos (plaguicida organofosforados) y un mayor riesgo de trastorno generalizado del desarrollo.
“Esa serie de observaciones plantea una pregunta en mi mente: ¿puede haber otras causas ambientales, otras sustancias químicas u otros factores ambientales que causen el autismo?”, cuestiona Landrigan.
Los científicos que siguen esta teoría toman la posibilidad de que estos productos químicos afecten especialmente a los niños que heredan genes que los vuelven susceptibles a desarrollar autismo. Estos genes podrían ser activados por la exposición a químicos en el útero, durante el parto, en sus primeros años, o durante los primeros años de vida.
Otra posibilidad es que los productos químicos volcados en el medio ambiente provoquen alteraciones espontáneas de genes, llamadas mutaciones “de novo”. Las mutaciones son bastante comunes pero normalmente nuestros mecanismos de reparación del ADN les impiden que causen enfermedad. Cuando los mecanismos de reparación del ADN fallan, estas mutaciones pueden dar lugar a enfermedades como el cáncer. Y al parecer se han identificado varias mutaciones “de novo” en niños con autismo. Algunas de estas mutaciones se encuentran en genes relacionados con el desarrollo del cerebro.
Por otra parte, los productos químicos ambientales también pueden causar mutaciones “de novo” en uno o ambos de los padres. Si estas mutaciones se produjesen en óvulos o espermatozoides, pueden transmitirse a la siguiente generación. Esto podría ayudar a explicar por qué los padres y las madres mayores de edad son más propensos a dar a luz a un niño con autismo.
Aún se necesita de una mayor investigación para explorar los aspectos ambientales que contribuyen al riesgo de desarrollar autismo y otros diversos trastornos neurológicos. Por eso Landrigan y su equipo instan a quienes desean convertirse en padres que traten de llevar lo máximo posible un estilo de vida saludable, lo menos dependiente de productos químicos (plaguicidas, pinturas con plomo, plásticos sospechados, etc.). Esto además incluye una dieta saludable, dormir lo suficiente y hacer ejercicio.
“El problema es de alcance internacional, y la solución debe de ser también internacional”, precisó Grandjean en su informe. “Contamos con los métodos establecidos para poner a prueba productos químicos industriales para los efectos nocivos sobre el desarrollo cerebral de los niños, ahora es el momento de hacer que estas pruebas se tornen obligatorias”.
Para los científicos, es imperioso que los Estados puedan tomar un enfoque preventivo e introducir una regulación fuerte, que más tarde podría flexibilizarse si el peligro resultó ser menor de lo previsto. Y no por el contrario, como sucedió con los productos agrotóxicos, aplicar las debidas regulaciones y prohibiciones cuando una sustancia química ya ha arruinado la salud de un pueblo entero y a través de varias generaciones.
Fuente El Cisne