Alberto Pestalardo cuenta por qué las nuevas herramientas legales propuestas para organizar nuestra vida antes de perder la capacidad de expresar nuestra voluntad, llenan un vacío legal y responden a viejos reclamos.
Dentro de las preocupaciones que suelen aquejarnos durante la vida, ocupan un lugar especial aquellas relativas a la posibilidad de hacer valer nuestra voluntad y que ella sea respetada –en lo que hace a distintas cuestiones personales, patrimoniales de salud, etcétera– aun cuando no podamos expresarla por nosotros mismos al momento en que deba hacerse efectiva. Así como desde siempre los testamentos han servido como una posibilidad de extender la voluntad del testador más allá del fin de su vida, desde hace ya varios años, se viene abriendo paso otra figura, el “testamento vital”.
Está destinada a extender la voluntad de quien lo redacta durante su vida, pero en aquellas ocasiones en las que se encuentre imposibilitado de hacerlo por sí solo, a raíz de algún impedimento de salud. Las disposiciones que puede incluir un instrumento de estas características son múltiples. Quizás las primeras que acuden a nuestra mente son las que se refieren al padecimiento de enfermedades graves que conducen a la muerte, tal como la posibilidad de evitar tratamientos médicos que se consideren excesivos, crueles, invasivos o vejatorios de la propia dignidad, previstas en diversas disposiciones legales vigentes. No obstante, existen otras que buscan que una persona pueda organizar su vida frente a la aparición de una enfermedad que la incapacita en mayor o menor medida, y que importarían una innovación introducida por el último Proyecto de Código Civil y Comercial, de reciente aprobación en la Cámara de Senadores.
La aparición de este tema novedoso en el campo del derecho civil se debe a una multiplicidad de factores de distinta índole. Entre ellos podemos destacar el constante y paulatino aumento de la expectativa de vida, que lamentablemente no siempre va de la mano con la calidad de ésta y que algunas veces se acompaña de deterioros cognitivos. A demás debe sumarse otro factor también proveniente de la ciencia médica: la posibilidad de sobrevida de las personas después de algún accidente o enfermedad, pero –temporal o definitivamente– en estado de inconsciencia o coma profundo.
Piénsese, por ejemplo, en una persona diagnosticada con Alzheimer. En la preocupación que puede generarle la incertidumbre sobre el cuidado de su propia persona y de su salud, la administración de sus bienes, el cuidado de hijos menores o discapacitados o de otras personas que dependan de ella desde lo afectivo y/o económico, en la medida en que dicha enfermedad avance y la vaya incapacitando. Y la necesidad de que sea alguien de su plena confianza quien se ocupe de apoyarla, asistirla o incluso reemplazarla –según el caso– en tan importantes cuestiones. A esto se suma el querer evitar los conflictos –que lamentablemente a veces suceden en sede judicial– entre los distintos parientes o allegados que pretenden ejercer la curatela o las medidas de apoyo.
A todos los factores mencionados se suma que, en el campo del derecho, nuevos paradigmas se abren paso, tal como advierte explícitamente el Proyecto en sus “Aspectos valorativos”. Se desplaza el “derecho-ley” decimonónico por el “derecho de los derechos humanos”, propio del siglo XXI. Esto acarrea como consecuencia necesaria un notorio y progresivo avance de la autonomía de la voluntad por sobre la legislación de orden público. Otro efecto es la asunción en el Proyecto de valores como la “igualdad real” de las personas –por sobre la “igualdad “abstracta”– y un paradigma no discriminatorio, que importan la consideración y protección diferenciada y especializada de los “vulnerables”, entre quienes se encuentran los discapacitados.
El proyecto, precisamente, regula la cuestión en forma correcta y completa al incluir en sus artículos 43, 60 y 139 la posibilidad de que una persona proponga al juez la designación de una o más personas para que le presten apoyo en el ejercicio de su capacidad. E incluso para que –en concreto- ejerzan su curatela, así como de anticipar directivas y conferir mandato respecto de su salud y en previsión de su propia incapacidad.
Estas disposiciones vendrían a llenar un vacío legal en la materia (que no encuentra adecuada solución mediante la utilización de otros institutos) y a responder a reclamos que datan de hace varios años. No es menor la existencia de distintos “registros de autoprotección” en nuestro país, a nivel provincial, así como la puesta en funcionamiento, en diciembre del año 2009, del Centro Nacional de Información de Registros de Actos de Autoprotección, dependiente del Consejo Federal del Notariado Argentino, y de algunos antecedentes de proyectos legislativos.
La reforma es, a nuestro criterio, completa y adecuada. En el marco de una modificación general del régimen de capacidad de ejercicio de las personas (en el que se rompe la dualidad capacidad-incapacidad, y también el binomio demencia-inhabilitación, tan criticados por la doctrina, y se pone el acento en la protección de la persona, dejando de lado el sesgo casi puramente patrimonial de la regulación actual), se prevé la posibilidad de que ellas designen anticipadamente a quienes los han de asistir –en la medida y modos necesarios– en las distintas vicisitudes que puedan sobrevenir ante una enfermedad incapacitante. Todo ello en forma concordante con el espíritu de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD) y de la reciente Ley de Salud Mental 26.657.
En definitiva, concluimos, el Proyecto realiza un valioso aporte en esta materia, respondiendo en forma adecuada a reclamos de la doctrina más autorizada y de la sociedad toda.
Fuente: Infojus Noticias